Querido
policía, déjame felicitarte por lo de ayer. Te portaste como un hombre,
te ganaste a base de porrazos la paga extra que te habían quitado y
cumpliste a la perfección el encargo de apalear al pueblo.
Es
cierto que para otras cosas, la verdad, no vales, por ejemplo, eres
incapaz de distinguir un hueso de pollo de un hueso de niño, con lo cual
una simple investigación por asesinato acaba tra
nsformándose
en un circo mediático y un pobre paleto te chulea durante meses, pero
es que tú no estás para eso, querido policía, a ti no te pagan para
pensar ni para sumar dos y dos siquiera. Lo tuyo es intimidar, montar
follón, colarte dentro de una pacífica multitud y caldear los ánimos,
manejar la porra y pegar hostias. Y lo cierto es que para eso no tienes
precio, aunque el despliegue militar de ayer (con casi 1.500 efectivos,
carretadas de lecheras, helicópteros, caballos, vallas, pelotas de goma)
le haya salido por un pico al contribuyente. Con lo que te pagaron ayer
a ti y a tus colegas por acojonar y romper huesos, se podía haber
construido un colegio.
Da la casualidad de que ayer pasé frente
al Congreso, no por Neptuno, sino por la Carrera de San Jerónimo, y vi
la tremenda multitud a la que tenías que hacer frente: muchos jubilados,
algunos con bastón, una señora armada de un silbato, otra con una
camiseta contra los recortes, un montón de jóvenes de ambos sexos, unos
cuantos fotógrafos, e incluso una pareja de ciegos que paseaba de arriba
abajo tentando el aire. Aunque para ciego tú, querido policía, ciego y
sordo, blindado de arriba abajo, envuelto en tu escudo y tu casco
pretoriano para demostrar una vez más que no estás ahí para defender al
pueblo sino para todo lo contrario. Al verte, tan chulo, tan orgulloso
de tu fuerza, recordé a aquel anti-disturbios que me tropecé ventitantos
años atrás, en una manifestación universitaria, un tipo grande como una
montaña al que oí gruñir mientras acariciaba la porra: “Qué ganas tengo
de repartir hostias”.
Querido policía, sigues siendo la misma
bestia sin ojos y sin alma de toda la vida, la misma máquina de golpear
de hace veinte años y de hace cincuenta años. Te conocemos ya porque te
hemos visto antes, te hemos visto muchas veces, vestido con ese o con
otro uniforme, el perro de presa del dinero, el esbirro imprescindible
de todo poder y toda época: el mismo cosaco a caballo que golpeó al
pueblo hambriento hasta la muerte en la Plaza Roja, el policía gordo que
apaleaba negros en Mississipi, el tanquista ruso que entró a sangre y
fuego en las calles de Praga.
Querido policía, debes de
sentirte muy hombre sabiendo que enfrente sólo tienes manos desnudas y
palabras, debes de sentirte justificado en tu violencia cuando hasta tú
te tragas tus propias mentiras y acabas por creer que estabas haciendo
frente a tácticas de guerrilla urbana cuando allí sólo había gente que
no venía ni a tomar el Congreso ni a secuestrar diputados sino a
expresar su rabia, a gritar que ya están hartos de tanta mentira y tanto
expolio. El Congreso ya está tomado por una banda de cuatreros que ha
incumplido todas sus promesas, unos sicarios del poder financiero al que
sirven con la misma devoción que vosotros a ellos. Ya sé que lo tuyo no
es pensar, pero piensa por un momento que si la muchedumbre de ayer
hubiera ido con ganas de bronca, probablemente no habrías salido tan
bien parado. A veces me pregunto cómo será eso de llegar a casa con el
deber cumplido cuando tu deber consiste en agarrar del cuello a una
mujer, en abrirle la cabeza a un señor indefenso, en reventar a palos a
un joven tirado en el suelo. Ya sé que te pagan a tanto por hostia y a
doble por cabeza abierta, pero te advierto que la gente se está
empezando a hartar de que la traten como a ganado, de que la ordeñen
cada cuatro años y la aporreen siempre que les apetezca.
Que duermas bien, machote.